PREÁMBULO
ASUNCIÓN BLESA CASTÁN
La mujer en Occidente ha alcanzado metas en su lucha por emanciparse. Desde otros lugares del mundo nos llegan noticias aberrantes sobre prácticas vergonzosas como la ablación femenina, la limitación de nacimientos de niñas o la anulación de la persona-mujer detrás de un humillante burka. Sin olvidarnos de la violencia de género que azota como una lacra a las sociedades autodefinidas como civilizadas.
Nos encontramos en un punto del camino que sólo entenderemos si analizamos cómo se ha llegado hasta aquí: es necesario hablar de la “Historia de la mujer”. Somos parte de la historia y nuestra vida es consecuencia directa de los hechos del pasado. Indagar y conocer sobre los hechos largamente silenciados de la mitad de la raza humana es un ejercicio enriquecedor y necesario.
En los años 70 del siglo pasado las mujeres, como género, con sus características propias diferenciadas de los hombres, comenzaron a adquirir notoriedad en la antropología y la historia. Esta relevancia del género no aparece de la nada. Fue a finales del siglo XIX cuando el concepto de familia fue redescubierto como elemento básico de la evolución de las sociedades y la mujer se independizo en el relato de la historia. En la casi totalidad de pueblos y civilizaciones, las mujeres fueron tomando protagonismo en su historia y su cultura.
La “Escuela de los Annales” que nació en Francia en 1929 de la mano de Los historiadores Lucien Febbvre y Marc Bloch, abrió una puerta al estudio de la historia social, más allá de los hechos políticos. Una visión que asimilaron muchos países e inició el estudio también de las mujeres dentro de la sociedad.
En 1965, el historiador francés Pierre Grimal dirigía una extensa obra de cuatro volúmenes que bajo el título de “Historia de la Mujer” daba una visión de la evolución de la situación del género femenino a lo largo del tiempo y en prácticamente todos los rincones del planeta. Poco años después en 1977, tres historiadoras estadounidenses, Renate Bridenthal, Merry D.Wiesner-Hanks y Susan Stuard, escribían Becomin Visible: Women in European History. (Haciéndose visibles: Mujeres en la Historia Europea)
Estudios, revistas y congresos se fueron sucediendo a lo largo de aquellos años en muchos países. En 1971 la antropóloga Sally Linton profundizaba sobre el papel de las primeras homínidas en las sociedades primitivas.
A finales de la década de ochenta Georges Duby y Michelle Perrot dirigían otra gran obra de cinco tomos dedicada a la historia de las mujeres en el Viejo Continente. De los libros y grupos de estudio, se ha pasado a las aulas universitarias, donde los estudios de género empiezan a tener una cierta forma y entidad propia.
En 1975, las Naciones Unidas decidieron celebrar el Año Internacional de la Mujer. En la conferencia inaugural celebrada en Ciudad de México, fueron tantos los temas que se abordaron que se decidió iniciar una Década de Naciones Unidas sobre, Igualdad, Desarrollo y Paz. A lo largo de todo ese tiempo, además de celebrarse conferencias internacionales, se crearon organismos específicos con el objetivo de velar por la igualdad entre hombres y mujeres.
Todos las investigadoras-res, historiadoras-res, que se embarcaron en la tarea de reescribir la historia desde una óptica femenina se encontraron con un problema de base: las mujeres estaban ausentes en las fuentes históricas. “En el teatro de la memoria, las mujeres son sombras ligeras”, nos decían de un modo poético los historiadores Duby y Perrot en su Historia de las mujeres. Casi nunca se habla de ellas. Solamente las mencionan en las crónicas cuando destacan de manera extraordinaria y de manera individual, por algún mérito que los hombres aceptaron como digno de mención.
Poco o nada había que decir de las mujeres que durante siglos tuvieron que asumir el mismo modelo antropológico y social. En los cinco continentes, desde los tiempos más lejanos, la mujer estaba destinada a la procreación. La maternidad, principal elemento diferenciador del hombre, la recluyó en el interior del hogar. Mientras cuidaba de los niños, se hacía cargo de los ancianos y los enfermos, velaba por un marido que volvía a casa después de ejercer sus tareas públicas, sociales o laborables.
Mientras el hombre escribía la historia y era su principal protagonista, la mujer observaba silenciosa desde el rol social que se le había asignado. Si algo se dijo de las mujeres, fue por boca de los hombres. Ellos definieron el papel de sus hijas, esposas y madres, ellos escribieron lo que consideraron digno de ser recordado de ellas, ellos definieron los roles que debía asumir la mujer y los límites que no debía traspasar. Estos modelos se repetían en distintos lugares del mundo, manteniéndose impertérritos aún hoy en algunas sociedades ancladas en el pasado.
Al papel de la mujer como esposa y madre se contrapone la utilización de la imagen femenina a través de la historia como símbolo de gloria y exaltación masculina. Ejemplos como: la Victoria alada de Samotracia o en Marianne como la personificación de los ideales de la Revolución francesa. La Madre Tierra, divinidad que está presente en el inicio de la gran mayoría de civilizaciones. Incluso la creación de la Vía Láctea nos la explicaron los griegos con la imagen de la diosa Hera negando y derramando la leche de su pecho a Hércules, hijo de su esposo Zeus y la mortal Alcmena, dando así origen a la Vía Láctea. Europa y Asia tomaron sus nombres de divinidades femeninas…… Las mujeres fueron quizá modelos ideales, pero la mujer real, la artesana, la campesina, la hilandera, la esposa la madre, permaneció durante siglos en la sombra.
Dos nombres femeninos simbolizan el camino que les asignaron a las mujeres y el papel que les dieron en el inicio de las sociedades patriarcales: Pandora y Eva. Dos imágenes de mujeres curiosas que no pudieron reprimir dicha curiosidad, condenando al mundo (de los hombres) a la desdicha. Pandora fue la primera, en la civilización grecorromana, Eva la siguió (e imitó) en el cristianismo. Ambas pervivieron, o al menos su significado, en las sociedades occidentales que, al llevarlas a Asia, América, África y Oceanía, fueron incorporadas al imaginario de la época colonial. Estas dos figuras se encuentran también en el inicio de una larga tradición misógina que se empeñó en definir a las mujeres como seres incompletos e inferiores en comparación a los hombres.