LA HISTORIA DEL MONASTERIO DEL DESIERTO DE CALANDA
Francisco Navarro Serred
El paraje de la Torre de Ginés, que luego pasó a denominarse Torre del Carmen, contaba con todos los requisitos que buscaban los monjes de la Orden, sitio recoleto, lugar alejado de poblaciones, agua de los manantiales, tanto de la fuente de San Elías como la de Santa Quiteria, canteras próximas para levantar los muros del monasterio y madera que obtendrían de los frondosos pinares. La Comunidad dio el visto bueno y con los informes de los frailes visitadores, empezaron las conversaciones con la propiedad del lugar.
La adquisición de las parcelas necesarias por la Orden Carmelitana fueron fruto de unas negociaciones muy dificultosas, teniendo que intervenir el rey Carlos II que autorizó a la Orden de Calatrava, en 1680, las licencias pertinentes de donación a la Comunidad de los terrenos solicitados, teniendo que pagar a perpetuidad, todos los años, el 22 de septiembre, 1033 reales de plata en moneda aragonesa, más 26 libras, 6 sueldos y 8 dineros, aparte de los diezmos y primicias a la Encomienda Calatrava. Todas estas gestiones las llevó a cabo el carmelita descalzo, hermano fray Antonio de Jesús.
En el paraje de la Torre de Ginés ya existían humildes apriscos donde habitaban pastores que apacentaban sus ganados por toda la val, estas singulares edificaciones se convirtieron en improvisadas viviendas para los muchos lugareños de la zona que acudieron a trabajar en la construcción del monasterio. Hubo que habilitar hornos para fabricar la cal, utilizada para los morteros de argamasa y todos los terrenos contiguos a la obra quedaron convertidos en un trasiego de trabajadores especializados.
Las obras, concertadas en fases, duraron muchos años, la guerra de Sucesión y posteriormente a la guerra de la Independencia, asolaron las construcciones realizadas que tuvieron otra vez que partir de cero. La primera piedra se colocó el 22 de septiembre de 1682, eligiendo por titular de la obra a San Elías. Fueron necesarios abrir nuevos caminos, construyendo diversos accesos desde Calanda, La Ginebrosa y Torrevelilla, trabajando en las obras maestros canteros, albañiles, carpinteros y peones de toda la contornada.
En el libro “Documentos singulares de la Historia de Calanda”, de Teresa Thomson, encargada del Archivo Histórico de Protocolos de Alcañiz, hace referencia de una escritura, llamada Cancelación Notarial, de fecha 20 de abril de 1697 en la que se firma la contratacción entre el Convento de religiosos carmelitas Descalzo de la Torre de Ginés, representado por el prior fray José de Santa Teresa y Pedro Cabarán, oficial concertante de la obra, en la que por capítulos, se describen los pactos y condiciones para el trazado de las obras que faltan por terminar, sus trazados, el grosor de las paredes con mampostería de cal y piedra, sus esquinas fabricadas de cantería, el cañón de la chimenea, la madera que tenía que ser de los montes aledaños, los rafes del tejado, la calidad de las tejas y otros curiosos aspectos a realizar en la fábrica.
Muy minucioso y detallado es el documento en el que se expresa la forma de conducción del agua, a través de canalillos, del manantial de San Elías hasta la cisterna del convento, y su aliviadero, que debe ser de ocho pies de profundidad.
LA ORDEN DE CARMELITAS
Como consecuencia de la relajación de las normas eclesiásticas en algunas Órdenes religiosas, Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz fundan en 1562 la Reforma que atañe a todas las comunidades de vida contemplativa, tanto hombres como mujeres. Los fundadores crean la Orden de Nuestra Señora del Monte Carmelo, conocida mejor como la de los Carmelitas Descalzos
La regla básica de estas comunidades era la búsqueda de la vida centrada en Dios con toda la sencillez y pobreza, imitando a los primeros grupos de eremitas del monte Carmelo, en Jerusalén, que siguieron el ejemplo del profeta Elías.
Los Carmelitas se dividen en tres ramas, los de vida contemplativa, basada en el estudio y oración, los frailes que llevan el gobierno del convento al mando de un prior y los hermanos terceros o seglares, que realizan funciones secundarias.
Todos los moradores de un monasterio carmelitano estaban obligados a vivir en la pobreza, austeridad, castidad y obediencia. Además tenían que abrazar la vida de clausura, el celibato y las demás reglas vigentes en la comunidad.
Aparte de los turnos en los horarios de rezos de los siete Oficios Divinos, las celebraciones litúrgicas y otras disposiciones, el Convento del Desierto disponía de biblioteca, existiendo la sección de copistas de los pergaminos antiguos; escribanos que traducían del griego y latín los tomos de los maestros teólogos y los frailes especializados en la conservación de los inventarios de la Orden. Además, había una escuela para la formación de alumnos acogidos en plan de internado. Los monjes ayudaban a los sacerdotes de las parroquias colindantes en las celebraciones solemnes como en Semana Santa
A COMUNIDAD
El primer prior de la comunidad fue el P. José de San Ignacio, elegido por los frailes que al profesar perdían los apellidos teniendo que tomar el segundo nombre de un Santo. El Convento, a tenor de la amplia sala del refectorio, resultó capaz para unos cuarenta religiosos. En la Exclaustración contaba con 1 prior, 24 sacerdotes, 18 profesores, 8 legos y 5 donados (los que aún no tenían opción a las sagradas órdenes). Además estaban los sirvientes: 2 escolanos, 2 pastores, 5 labradores y 1 guarda de camino. Los hermanos legos realizaban trabajos secundarios, porteros, sacristanes, sirvientes y ayudantes de escribanos.
El convento tenía internado donde estudiaban los hijos de las familias pudientes del Bajo Aragón, donde se les enseñaba Humanidades, Gramática, Historia Sagrada, Geografía, Aritmética , Botánica y las Lenguas clásicas. Durante el tiempo que estuvieron en activo los Carmelitas, el Convento de Desierto se convirtió en uno de los focos culturales más importante de Aragón
Una de las características más común de la Comunidad era el recuerdo constante de la brevedad de la vida y la incertidumbre del futuro. Las sentencias moralizantes sobre la vida privada que debían seguir los religiosos era una obsesión de la Orden. Por todos los sitios aparecían pinturas alegóricas de la muerte con la calavera amenazante. En el dintel de las entrada a las celdas figuraba el lema morir habemus. Y en los pasillos, junto a las estaciones del Vía Crucis, las frases que recuerdan el misterio de la muerte y el juicio final:
Si un descalzo se condena,
doblada será su pena.
Hasta de una palabra ociosa,
darás cuenta rigurosa.
Que amargura es la muerte.
a quien fue dulce el deleyte.
Tantas veces no pecares,
si a Dios presente rezares.
¿Que es toda humana hermosura,
más que hediondez y basura?
Todas estas sentencias moralizantes tenían como finalidad el mantener constante en el pensamiento de los monjes lo efímero que era la vida y el misterio de la muerte. Por todos los muros aparecen calaveras y dibujos alusivos a la incertidumbre del futuro, la figura de un esqueleto, el reloj donde puede significar la alegoría de la vida y la campana anunciando la muerte. Las alusiones a recordar la vida piadosa y ejemplarizante de los frailes se deben al pensamiento místico del fundador de la Orden, San Juan de la Cruz.
La vida monacal estaba organizada bajo una férrea disciplina, disponiendo incluso de cárcel para los religiosos díscolos, que también los había. En los frecuentes viajes que los carmelitas hacían a Calanda se hospedaban en casa propia, donación de fray Jerónimo de San José, hijo de la Villa, que es probable que estuviera ubicada en la calle Jesús. Los religiosos ayudaban a los sacerdotes a las celebraciones religiosas, concertados por la Parroquia y la Comunidad. Empleaban casi siempre el mismo camino, comprendido entre el Cabezo Gordo y la masada Isidoro, que unas veces derivaban por el paso Fernando vadeando el rio Guadalope. Igualmente subían por el camino de la partida de Lentiscar.
Muchas leyendas, prodigios y milagros se cuentan del monasterio, con los enigmáticos sótanos y pasadizos abovedados, las escaleras secretas a las dependencias del prior, la fuente de la mora que hacían tinta para los monjes copistas, la austeridad con que la Orden vivía la Cuaresma y hasta sus ruinas fueron reducto de partidas de maquis después de la Guerra Civil.
LA ESTRUCTURA
El diseño de esta gran obra conventual se plasmó en dos planos conservados en el Archivo Histórico de Alcañiz. Están realizados sobre pergaminos y precisamente se han conservados a haberse utilizado como cubiertas de dos protocolos notariales, detallando el contenido del inventario, que quedó plasmado así:
La planta de la iglesia consta de atrio, bóvedas de lunetas, cúpula, espadaña, cripta sepulcral, sacristía, claustro, refectorio y portería. Dispone, además, de una explanada delante de la iglesia de 56 varas cuadradas.
Luego está el Convento propiamente dicho, descrito así:
- Planta inferior: aljibes, orno, cisternas, granero, lugar para coladas y orno para massadería.
- Planta segundo nivel: carpintería, dispensa para frutas, para guardar los trujales, y aser vino, pieza de la chimenea para la comunidad, oficio humilde (retretes), entrada y cozina, bodega para tener aceyte, sala para mortificaciones, cuarto de rasura, vacios de cisterna, refictorio, cozina y fregados.
- Nivel superior, dos plantas: celdas y pasillos.
- Planta última: librería y terraza.
Además anejos al convento estaban los edificios auxiliares, las ermitas de Santa Flora y de Nuestra Señora de las Nieves, el peirón y las masadas, parideras, fuentes, la nevera, la cárcel y la barda de excomunión. El diseño de la fachada y toda la fábrica del Convento son de estilo tardo barroco, ocupando una extensión de 1.800 metros cuadrados.
La fachada principal es el elemento más representativo de la iglesia. Consta de dos pisos, con aletas laterales, donde destaca el rectángulo carmelitano, sobre tripórticos y remarcado por pilastras. En el rectángulo aparece la hornacina con el imagen del titular San Elías, el escudo de la Orden, las ventanas de iluminación del coro y todo ello rematado por un frontón donde se abre un óculo o espejo.
No hubo mucho tiempo de paz para el Convento. La guerra de Sucesión se ensañó con el monasterio que ya estaba terminado, teniendo la categoría de convento. El 28 y 29 de enero de 1705 las tropas del archiduque Carlos saquearon el Convento y le prendieron fuego, teniendo que huir los frailes a los pueblos vecinos. El motivo fue que acusaron a la Comunidad de esconder al conde de Cifuentes, enemigo del archiduque.
En octubre de 1706 se inicia la reconstrucción del Desierto. Después de varios años de azarosa vida el convento y sus religiosos gozan de un periodo de reconstrucción y prosperidad, terminándose de construir la iglesia en 1728.
Pero con la guerra de la Independencia los religiosos se vieron obligados a abandonar el convento en 1809, saqueando el edificio las tropas de Napoleón, robando parte de la biblioteca y prendiéndole fuego. Terminada la guerra, en un clima de crisis económica y con tiempos difíciles por la inestabilidad política ya no fue posible volver a rehabilitar el Convento.
En 1835 se produce el fin. Con la desamortización de Mendizábal todos los bienes religiosos pasan a manos privadas. El nuevo propietario Antonio Calbo cultiva las tierras pero deja el convento en el más absoluto abandono.
Antes de salir los frailes del monasterio algunos de los bienes fueron repartidos entre las parroquias lindantes. Así el retablo mayor es llevado al templo del Pilar de Calanda, destruido luego durante la pasada guerra civil y las dos campañas del convento, también se las llevaron para el Pilar, siendo pagadas por el mayoral. Una de ellas fue rajada por un cañonazo en 1838 durante las guerras carlistas. Ambas fueron tiradas del campanario en 1936 y desechas en Barcelona para fines bélicos.