ARTE BARROCO









El Barroco europeo: génesis, corrientes y artistas a la luz del programa tridentino
El tránsito del Renacimiento al Barroco ‒consolidado hacia los dos últimos decenios del siglo XVI‒ supuso la ruptura más honda y difícil de interpretar de la Edad Moderna. La pintura, la escultura y la arquitectura superaron los logros técnicos de la perspectiva lineal, del color veneciano y de la iluminación leonardesca para internarse en un terreno nuevo: la traducción visual de lo que podríamos denominar el «desconveniente del alma», esto es, la necesidad de plasmar la interioridad afectiva del sujeto y conmover al espectador en su esfera emocional y moral. En esta empresa, el espacio artístico dejó de concebirse como una suma de partes para convertirse en un organismo único, capaz de integrar recursos arquitectónicos, decorativos y pictóricos bajo un mismo designio dramatizador.
El Concilio de Trento (1545-1563) otorgó un marco doctrinal a esta metamorfosis: la imagen, según sus decretos, debía ser comprensible, verosímil y catequética. Frente a las abstracciones manieristas, el fiel había de hallarse ante ejemplos tangibles de virtud y de pasión. Paralelamente, los Ejercicios espirituales de san Ignacio de Loyola ofrecieron un método introspectivo que los artistas traducirían plásticamente mediante la gestualidad enfática, el claroscuro y la teatralidad de los escenarios. El resultado fue un arte realista y emocional, dispuesto a «traducir pasiones y dolor», a vehicular el estado del ánima antes que la belleza idealizada.
1. El tenebrismo: naturalismo y pathos dramático
El género tenebrista cristaliza en torno a Michelangelo Merisi da Caravaggio (1571-1610), figura capital de la primera generación barroca. Desde sus obras de supervivencia ‒Baco (1596-1598), donde un jovencísimo dios de aspecto hermafrodita se acompaña de un bodegón tan humilde como tangible-, el pintor milanés planteó un lenguaje nuevo: personajes anónimos, de la calle; rostros sin dulcificar; cuerpos sometidos a la luz cenital que irrumpe, violenta, desde lo alto.
La Vocación de San Mateo (1599) inaugura la ruptura definitiva: la irrupción diagonal de la luz segrega una dialéctica moral entre las sombras del pecado y el fulgor de la gracia. En La cena de Emaús (1600), el claroscuro subraya la sorpresa del gesto apostólico; en el Martirio de San Mateo (1599), la iluminación procede del cuerpo mismo del verdugo, definiendo volúmenes y espacio. Obras posteriores ‒Conversión de San Pablo (1601-1602), Muerte de la Virgen (1605), Entierro de Cristo (1602, Vaticano) y, sobre todo, Resurrección de Lázaro (1608), donde la mitad del lienzo queda sumida en penumbra- llevan esta poética al extremo: el vigor expresionista de los escorzos y la crudeza de los rostros patéticos tensan un dramatismo sin paliativos.
La difusión de este modelo ‒sobre todo a través de Valencia, Nápoles y los Países Bajos‒ se refleja en Rembrandt, Velázquez y la escuela anseática, al tiempo que halla eco intelectual en los sermones de san Carlos Borromeo, fervientes defensores de la predicación visual y de la empatía devocional.
2. El clasicismo bolonés: racionalismo y mesura
Como alternativa al naturalismo crudo, la familia Carracci fundó en Bolonia una tercera vía que conciliaba verdad anatómica y armonía renacentista. Ludovico (1555-1619) fue director de la Accademia; Agostino (1557-1602), su teórico, y Annibale (1560-1609), el talento sintético que culminó la propuesta. Todos ellos estudiaron a Miguel Ángel, Rafael y Tiziano, si bien rehusaron la mera imitación para alcanzar un equilibrio clasicista que sigue siendo barroco.
En la Virgen con San Juan y Santa Catalina (1593) ‒composición triangular, atrevimiento lumínico y escorzos controlados‒ y en la Aparición de la Virgen a San Lucas (1595), Annibale articula la forma ideal con la emoción devota. Sus sucesores desarrollaron los diversos matices del clasicismo:
- Guido Reni logró el maridaje perfecto entre dibujo severo y cromatismo veneciano (véase el Retrato de su madre y la Aurora, 1614).
- Domenichino ‒“el mejor pintor de Roma”, según Poussin- dotó de intensidad narrativa y ternura a frescos como los de San Luis de los Franceses (Santa Cecilia ante el juez; Última comunión de San Jerónimo).
- Francesco Albani, con los frescos de la Villa Borghese y la cúpula de San Andrea della Valle, anticipó el lirismo cromático de los futuros pintores de bóveda.
El clasicismo bolonés ‒a menudo calificado de «barroco racional y cartesiano»- parte de la copia del natural, pero lo depura para ofrecer una realidad idealizada, conforme a la pedagogía tridentina: más eficaz, según los obispos, que la crudeza tenebrista para ciertos espacios litúrgicos.
3. El Barroco decorativo: triunfo y exuberancia
Hacia 1650, el arte se alía con la gloria de la Iglesia y de las cortes absolutas, configurando un Barroco triunfalista, exultante y escenográfico. Se abandona el comedimiento y se apuesta por el lujo, la pompa y la ilusión óptica. Las bóvedas se pueblan de coros angélicos que rompen el marco arquitectónico y arrastran la mirada hacia un cielo ilusorio.
Los pintores de bóveda desarrollan los recursos de la quadratura y del trampantojo:
- Pietro da Cortona (1596-1669) ‒ arquitecto y decorador de villas‒ exalta la dinastía Barberini en la bóveda del Palazzo Barberini (1633) y recrea la mitología clásica en el Rapto de las Sabinas. Sus figuras múltiples, enlazadas y ascendentes, se elevan hacia la Providencia protectora mediante un sofisticado juego de luz y sombra.
- Giovanni Battista Gaulli “Baciccio” (1639-1709) fusiona pintura y estuco en el Gesù (Triunfo del Nombre de Jesús), donde angelotes y santos proyectan sus miembros fuera del plano pictórico, generando un vértigo místico.
- Andrea Pozzo (1642-1709), jesuita y teórico, culmina el ilusionismo en la bóveda de San Ignacio (Roma): la iglesia parece continuar hacia el infinito, en un canto a la misión evangelizadora de la Compañía.
Todo ello apunta al rococó posterior, pero conserva el propósito didáctico del Barroco: emocionar para persuadir.
4. El Barroco flamenco y la sensualidad heroica de Rubens
En los Países Bajos meridionales, Pedro Pablo Rubens (1577-1640) amalgamó la monumentalidad italiana con la tradición cromática flamenca, generando un lenguaje de exuberancia vital. Obras como el Rapto de las hijas de Leucipo despliegan un dinamismo muscular heredero de Miguel Ángel; Las Tres Gracias exaltan la voluptuosidad femenina como reflejo de la gracia divina, mientras que el Retrato del cardenal-infante combina majestad cortesana y penetración psicológica. Rubens demuestra que la carne ‒lejos de ser obstáculo- puede vehicular lo sagrado y lo heroico.
5. Conclusión: doctrina, espectáculo y unidad de las artes
La tríada tenebrismo–clasicismo–decorativismo no es sino la expansión de un mismo impulso: conmover para convencer. Caravaggio abre la vía del realismo crudo; los Carracci responden con una síntesis ideal; Cortona, Baciccio y Pozzo convierten el templo en escenario total. En todas ellas se cumple el mandato tridentino de un arte persuasivo, pero también la ambición barroca de integrar pintura, escultura, arquitectura y luz en un único fenómeno sensorial. De ahí que el Barroco ‒lejos de ser mero estilo- constituya un método de conocimiento afectivo, capaz de revelar las verdades cristianas y los resortes del poder a través de la mirada emocionada del espectador.














La pintura en España en el siglo XVII: escuelas, estética e identidad barroca
Introducción
El siglo XVII representa uno de los momentos culminantes del arte español, enmarcado dentro del Barroco, un estilo profundamente ligado al contexto de la Contrarreforma, la crisis del Imperio español y la búsqueda de expresión espiritual, social y política a través de las artes visuales. La pintura española de este período, conocida como parte del Siglo de Oro, se consolidó como una manifestación estética de gran riqueza técnica y simbólica, con una fuerte carga emocional y religiosa.
A lo largo de este siglo se desarrollaron diversas escuelas regionales que, si bien compartían ciertos fundamentos comunes, como el naturalismo, el uso del claroscuro y la centralidad de lo religioso, también mostraban matices estilísticos particulares. Este ensayo explora las principales características de la pintura española del siglo XVII, su iconografía, estilos, técnicas, influencias externas, y las escuelas más destacadas junto con sus máximos representantes.
1. Iconografía y contexto de producción artística
La pintura barroca española estuvo fuertemente determinada por la religión católica, siendo la Iglesia uno de los principales comitentes de obras, en un esfuerzo por reforzar la fe mediante imágenes visuales de fuerte impacto emocional (Brown, 1991). La iconografía se centró en escenas bíblicas, la vida de los santos, la pasión de Cristo, la Virgen María —en especial la Inmaculada Concepción— y los mártires. Este repertorio fue influido por el Concilio de Trento, que impulsó una imaginería clara, didáctica y ortodoxa.
Paralelamente, la nobleza y la monarquía encargaron retratos oficiales, escenas mitológicas, pinturas de historia y bodegones, géneros en los que los pintores españoles mostraron una maestría técnica singular. Las condiciones sociales —marcadas por la desigualdad, la pobreza urbana y la decadencia económica— también se reflejaron en temáticas realistas y en la representación de lo humilde.
2. Estética barroca e influencias internacionales
El barroquismo español se caracterizó por una estética de contrastes, con un fuerte dominio del claroscuro, un naturalismo emocional y un realismo riguroso. Aunque compartía rasgos con el barroco italiano y flamenco, desarrolló una personalidad propia: más austera, introspectiva y espiritual (Pérez Sánchez, 1992).
La pintura de Caravaggio influyó decisivamente en artistas como Ribera y Ribalta, especialmente en el tratamiento de la luz dramática y el realismo extremo. Por otro lado, la tradición veneciana del color y la composición influyó en Velázquez, quien la integró con un enfoque más sobrio y psicológico.
A diferencia del barroco decorativo de otros países europeos, la pintura española tendió hacia una expresión contenida, más enfocada en lo esencial que en lo ornamental, especialmente en sus inicios. Sin embargo, hacia finales del siglo, se advierte una evolución hacia un mayor dinamismo, riqueza cromática y libertad técnica, visible en artistas como Murillo y Coello.
3. Barroquismo español: técnica, temática y función social
La función de la pintura en el siglo XVII fue catequética, conmemorativa y propagandística. A través del arte, se reafirmaban valores religiosos, se consolidaba la imagen de la monarquía y se celebraban virtudes morales y sociales. La técnica predominante fue el óleo sobre lienzo, con composiciones cuidadosamente estructuradas y una evolución progresiva hacia la libertad de la pincelada y la expresividad de la luz.
Los géneros pictóricos se diversificaron:
- Religioso: escenas bíblicas, santos, la Virgen, martirios, visiones místicas.
- Retrato: especialmente en la corte, con un enfoque simbólico y psicológico.
- Bodegón: representación austera y simbólica de objetos cotidianos.
- Pintura de género: niños mendigos, ancianos, músicos y tipos populares.
- Mitología y alegoría: menos frecuente, pero cultivada en círculos cultos.
Este repertorio temático refleja no solo la espiritualidad de la época, sino también las estructuras sociales, las jerarquías y los imaginarios colectivos.
4. Escuelas regionales y artistas principales
Escuela levantina: Ribalta y Ribera
En Valencia, Francisco Ribalta (1565–1628) introdujo el tenebrismo influido por Caravaggio, con composiciones sobrias, emotivas y centradas en la espiritualidad ascética. Su alumno, José de Ribera (1591–1652), trabajó en Nápoles, donde profundizó el realismo crudo y dramático en escenas de martirio y figuras de santos, dotadas de una fuerza expresiva impactante (Portús, 2001).
Escuela andaluza: Zurbarán, Murillo, Valdés Leal y Alonso Cano
Francisco de Zurbarán (1598–1664) es sinónimo de misticismo visual. Sus composiciones muestran santos y vírgenes aislados sobre fondos oscuros, con una iluminación fuerte y directa que subraya la pureza formal y la intensidad espiritual.
Bartolomé Esteban Murillo (1617–1682), más popular y accesible, desarrolló un estilo amable, suave y luminoso, centrado en temas marianos, la infancia de Cristo y escenas piadosas. También representó con ternura la pobreza infantil sevillana.
Juan de Valdés Leal (1622–1690) introdujo una nota sombría y moralizante en el barroco sevillano, con obras como Finis gloriae mundi, cargadas de simbolismo macabro.
Alonso Cano (1601–1667), activo en Granada, combinó el clasicismo con el barroquismo dramático. Fue un artista completo (pintor, escultor, arquitecto) y su obra refleja una síntesis de influencias italianas y españolas.
Escuela madrileña: Carreño, Coello y Velázquez
En la corte de Madrid se desarrolló una pintura cortesana de gran refinamiento técnico. Juan Carreño de Miranda (1614–1685) destacó como retratista de la nobleza y de Carlos II, con un estilo elegante y sobrio.
Claudio Coello (1642–1693) representa la culminación del barroco decorativo madrileño, con frescos y obras de gran formato para el Escorial y la corte.
Finalmente, Diego Velázquez (1599–1660) se erige como la figura cumbre del barroco español. Su evolución técnica, su dominio del espacio y la luz, y su capacidad para captar la psicología de sus modelos lo convierten en un referente universal. En obras como Las Meninas, La fragua de Vulcano o La rendición de Breda, conjuga maestría técnica con una profunda reflexión sobre la representación artística (Brown, 1986).
Conclusión
La pintura española del siglo XVII alcanzó una de sus etapas más brillantes, gracias a la combinación de talento individual, contexto histórico y compromiso religioso y social. En sus múltiples escuelas y artistas, el Barroco español refleja una compleja síntesis entre realismo y espiritualidad, austeridad y refinamiento, tradición e innovación. Esta pintura no solo respondió a los ideales contrarreformistas, sino que también construyó una identidad visual propia, que aún hoy fascina por su fuerza expresiva, su profundidad simbólica y su perfección técnica.
1. Francisco Ribalta (1565–1628): naturalismo tenebrista en Valencia
Francisco Ribalta, principal exponente de la escuela valenciana, introdujo en España el tenebrismo de Caravaggio, caracterizado por el uso dramático de la luz y la oscuridad. Su técnica, basada en el óleo sobre lienzo, se centraba en la representación realista de figuras religiosas, destacadas por un intenso claroscuro y una expresividad contenida.
Una de sus obras más significativas es “Cristo abrazando a San Bernardo” (Museo del Prado), donde la figura de Cristo emerge de la penumbra con una corporeidad casi escultórica, acentuada por un juego de luces que dirige la atención hacia el gesto místico. Ribalta aplica una pincelada controlada, de modelado preciso, con colores terrosos que refuerzan la austeridad espiritual.
2. José de Ribera (1591–1652): crudeza y dramatismo desde Nápoles
Instalado en Nápoles, Ribera desarrolló un estilo personal en diálogo con el caravaggismo y la tradición clásica. Su técnica combina una pincelada pastosa con una gama cromática sombría y un enfoque en la textura física del cuerpo humano, especialmente en sus mártires y filósofos.
En “El martirio de San Felipe” (Museo del Prado), Ribera representa al santo en el momento de su suplicio, con un crudo realismo anatómico y una iluminación diagonal que resalta los músculos tensos. El uso del óleo denso, aplicado con espátula en algunos pasajes, le permite crear efectos táctiles que aumentan el dramatismo.
3. Francisco de Zurbarán (1598–1664): misticismo y austeridad
Zurbarán, activo principalmente en Sevilla, cultivó una pintura religiosa centrada en figuras aisladas, presentadas con una monumentalidad serena. Su técnica se caracteriza por el uso del claroscuro neto, contornos precisos, telas tratadas con minuciosidad y fondos neutros que intensifican la presencia del personaje.
En obras como “San Serapio” (Wadsworth Atheneum, Hartford), Zurbarán representa al mártir en posición frontal, suspendido y envuelto en hábitos blancos, con una quietud casi escultórica. Utiliza el óleo sobre lienzo con capas finas y superpuestas que le permiten trabajar el volumen con sutileza, especialmente en las calidades de los tejidos.
También destaca en el género del bodegón, como en “Bodegón con cacharros” (Museo del Prado), donde aplica una mirada contemplativa y simbólica a objetos cotidianos, tratados con extremo realismo y un diseño compositivo riguroso.
4. Bartolomé Esteban Murillo (1617–1682): dulzura, luminosidad y sentimiento
Murillo es el pintor sevillano que mejor representó el giro hacia una estética más suave y luminosa dentro del barroco tardío. Su técnica se caracteriza por una pincelada fluida, el uso del sfumato veneciano, y una paleta clara, con dominancia de azules y rosados.
En su célebre “Inmaculada Concepción de El Escorial” (Museo del Prado), Murillo representa a la Virgen con un dinamismo ascendente, rodeada de ángeles, con una luz envolvente que suaviza los contornos. El uso de veladuras y transiciones tonales contribuye a una atmósfera etérea y celestial.
Murillo también cultivó la pintura de género con una sensibilidad social, como en “Niños comiendo uvas y melón” (Alte Pinakothek, Múnich), donde representa con ternura a niños pobres sevillanos, aplicando un estilo naturalista matizado por la dulzura.
5. Juan de Valdés Leal (1622–1690): expresionismo barroco y vanitas
Valdés Leal es el más dramático de los pintores sevillanos del barroco final. En sus obras predomina el tenebrismo exacerbado, una paleta contrastada y una iconografía centrada en la muerte, el pecado y la fugacidad de la vida (tema vanitas).
En “In ictu oculi” (Hospital de la Caridad, Sevilla), representa la muerte como figura esquelética que apaga la vela de la vida, rodeada de símbolos efímeros. La técnica es dinámica, con pinceladas vivas y contrastes abruptos, reforzando el mensaje moralizante.
6. Alonso Cano (1601–1667): síntesis de pintura, escultura y arquitectura
Granadino y versátil, Alonso Cano trabajó tanto en pintura como en escultura y arquitectura. Su estilo integra el clasicismo italiano con el misticismo español. En pintura, usó óleo sobre lienzo, con composiciones equilibradas, colores sobrios y una pincelada más libre en su madurez.
En “La Virgen del Rosario” (Catedral de Granada), la figura aparece centralizada, con una idealización clásica y una luz clara que baña suavemente los rostros. Su técnica destaca por la armonía compositiva y el modelado blando, de transición tonal.
7. Diego Velázquez (1599–1660): culminación del barroco y modernidad
Velázquez es el gran maestro de la pintura española del siglo XVII. Su evolución técnica lo llevó desde un tenebrismo inicial hacia un realismo luminoso y una pintura atmosférica que anticipa soluciones modernas.
En obras como “Vieja friendo huevos” (National Gallery of Scotland), aún en su etapa sevillana, muestra una técnica precisa, con óleo aplicado en capas finas, pincelada clara y detalles minuciosos en objetos y figuras.
Como pintor de corte, ejecutó retratos como “Retrato de Inocencio X” (Galería Doria Pamphilj, Roma), donde la técnica se vuelve más suelta, con pinceladas vibrantes y un extraordinario estudio psicológico. En “Las Meninas” (Museo del Prado), Velázquez alcanza una complejidad técnica y conceptual única: pincelada apenas esbozada, dominio del espacio, reflejos ópticos, y una composición que cuestiona la mirada del espectador.
Su técnica madura se caracteriza por el uso suelto del óleo, aplicación directa sin dibujo previo, y una economía de medios que logra efectos ilusionistas extraordinarios.
8. Pintores cortesanos madrileños: Carreño de Miranda y Claudio Coello
Juan Carreño de Miranda (1614–1685), retratista de la corte de Carlos II, desarrolló una técnica refinada, con pincelada más contenida que Velázquez, pero con gran atención a las texturas y la gestualidad. En “Retrato de la reina Mariana de Austria”, resalta el trabajo del vestido y los detalles simbólicos de la realeza.
Claudio Coello (1642–1693) representa la plenitud del barroco decorativo. En su “La adoración de la Sagrada Forma” (El Escorial), combina monumentalidad, colorido vibrante y complejidad narrativa. Su técnica se acerca al fresco en algunos aspectos, con amplios planos de color y vigorosas masas lumínicas.