LA COMUNIDAD DEL CONVENTO DEL DESIERTO

09/05/2021
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Francisco Navarro Serred

El primer prior de la comunidad fue el P. José de San Ignacio, elegido por los frailes que al profesar perdían los apellidos teniendo que tomar el segundo nombre de un Santo. El Convento, a tenor de la amplia sala del refectorio,  resultó capaz para unos cuarenta religiosos. En la Exclaustración contaba con 1 prior, 24 sacerdotes, 18 profesores, 8 legos y 5 donados (los que aún no tenían opción a las sagradas órdenes). Además estaban los sirvientes: 2 escolanos, 2 pastores, 5 labradores y 1 guarda de camino. Los hermanos legos realizaban trabajos secundarios, porteros, sacristanes, sirvientes y ayudantes de escribanos.

El convento tenía internado donde estudiaban los hijos de las familias pudientes del Bajo Aragón, donde se les enseñaba Humanidades, Gramática, Historia Sagrada, Geografía, Aritmética , Botánica y las Lenguas clásicas.  Durante el tiempo que estuvieron en activo los Carmelitas, el Convento de Desierto se convirtió en uno de los focos culturales más importante de Aragón

Una de las  características  más común de la Comunidad era el recuerdo constante de la brevedad de la vida y la incertidumbre del futuro. Las sentencias moralizantes sobre  la vida privada que debían seguir los religiosos era una obsesión de la Orden.  Por todos los sitios aparecían pinturas alegóricas de la muerte con la calavera amenazante.  En el dintel de las entrada a las celdas figuraba el lema morir habemus. Y en los pasillos, junto a las estaciones del  Vía Crucis, las frases que recuerdan el  misterio de la muerte y el juicio final:

 

Si un descalzo se condena,

doblada será su pena.

 Hasta de una palabra ociosa,

darás cuenta rigurosa.

 Que amargura  es la muerte.

a quien fue dulce el deleyte.

Tantas veces no pecares,

si a Dios presente rezares.

¿Que es toda  humana hermosura,

más que hediondez y basura?

 

Todas estas sentencias moralizantes tenían como finalidad el mantener constante en el pensamiento de los monjes lo efímero que era la vida y el misterio de la muerte. Por todos los muros aparecen calaveras y dibujos alusivos a la incertidumbre del futuro, la figura de un esqueleto, el reloj  donde puede significar la alegoría de la vida y la campana anunciando la muerte.  Las alusiones a recordar la vida piadosa y ejemplarizante de los frailes se deben al pensamiento místico del fundador de la Orden, San Juan de la Cruz.

La vida monacal estaba organizada bajo una  férrea  disciplina, disponiendo incluso de cárcel para los religiosos díscolos, que también los había. En los frecuentes viajes que los carmelitas hacían  a Calanda se hospedaban en casa propia, donación de fray Jerónimo de San José, hijo de la Villa, que es probable que estuviera ubicada en la calle Jesús. Los religiosos ayudaban a  los sacerdotes a las celebraciones religiosas, concertados por la Parroquia y la Comunidad. Empleaban casi siempre el mismo camino, comprendido entre el Cabezo Gordo y la masada Isidoro, que unas veces derivaban por el paso Fernando vadeando el rio Guadalope. Igualmente subían por el camino de la partida de Lentiscar.

Muchas leyendas, prodigios y milagros se cuentan del monasterio, con los enigmáticos sótanos y pasadizos  abovedados, las escaleras secretas a las dependencias del prior, la fuente de la mora que hacían tinta para los monjes  copistas, la austeridad con que la Orden vivía la Cuaresma y hasta sus ruinas fueron reducto de partidas de maquis después de la Guerra Civil.


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