EL MAESTRO en los AÑOS 50.

16/03/2021
9 min lectura
AUTORÍA : PACO BUJ VALLÉS

En la antigua Roma, derivado del adverbio intensificador MAGIS (= más), tenían como muy venerable el vocablo MAGIS-TER, maestro. Del mismo modo, en oposición casi frontal, estaba la palabra MINIS-TER, (menos que otros; servidor, criado”). ¡Miren ustedes lo que el paso de los siglos ha machacado sobre la semántica de ambas palabras: comparten lo que hoy va de “maestro” a “ministro“! 


Ya en la Edad Media, mucho menos atrasada y oscura de lo que algunos manuales quieren hacernos creer (véase, si no, la información acerca de los 800 años del comienzo de la construcción de la Catedral de Burgos), en esa Edad Media  -repito-, para llegar a ser Maestro cantero, Maestro zapatero, Maestro sastre…, tenías que haber aprobado antes varias pruebas, teóricas y prácticas, del escalón denominado OFICIALÍA. Y todos los oficiales, tenían antes que haber superado con éxito la etapa o escalón del APRENDIZAJE. Esos tres grados o peldaños, aprendiz, oficial y maestro, eran la esencia del buen funcionamiento de los gremios. Barcelona, Zaragoza, Granada, Toledo, etc. tienen aún muchas calles (y hasta barrios enteros) que nos recuerdan con sus nombres aquellos dignos y bien aprendidos oficios: Calle Calderería, Taconeros, Sabaters, Canteros, Peixateria, Carrer dels Solers (los que hacían suelas de botas, zapatos y sandalias), etc

Vengo de familia de maestros. Exactamente, de maestros rurales. En Cinctorres, en Allepuz, en Mirambel, en Foz-Calanda. Con aulas sin calefacción (los chicos, incluido el hijo del maestro, traíamos por turno alguna zueca de olivo, ramas de almendro o de presquero, lignito de las minas cercanas), como única forma de alimentar las férreas estufas, que algunos llamaban “tortugas“. Hasta nos tocaba limpiar, cada trimestre (chicas y chicos) las sillas y pupitres, a base de lejía y estropajo: es que los inestables tinteros derramaban sus lindezas sobre la dura madera de aquellos muebles valencianos, fabricados casi todos en Tavernes de la Valldigna.


También mi madre, también mi suegra ejercieron sus enseñanzas y su educación en pueblos y pueblos, de lo que hoy se está llamando “España vaciada” o “Iberia vacía“. ¡Y a mucha honra, salvo defectos y malos días que todo profesional suele tener! Mi madre política llegó a llevar, en un aula desvencijada, cuya pizarra era una puerta vieja pintada de negro, ¡hasta ochenta niñas!, desde los cinco años hasta los doce o trece. Unitarias, se llamaban esas escuelas. Y heroicas, deberían haberse llamado también. Heroísmo en los maestros, sacrificios en los padres, vida casi espartana en los niños. Bien, las chicas, como pequeño privilegio, podían acudir a la escuela con esos pequeños braseros, con asa y orificios (como pudieron verse en algunos capítulos de La casa de la pradera, pues también en Norteamérica había gentes sencillas  y sacrificadas).

Alguno que me conozca más de cerca, podría replicarme: “Sí, sí. Mucho hablar de maestros de pueblo, pero bien que tus padres y cientos de maestros, de Aragón, de Soria, de Orense o de Jaén, se trasladaron a Barcelona y alrededores en cuanto pudieron“. Es cierto. Por una razón, sencilla aunque discutible. Los inspectores de enseñanza prohibían dar clases extraescolares dentro del edificio de la escuela; en Teruel, en Alcorisa, en Foz-Calanda… Solamente en Cataluña se toleraba  -y hasta se fomentaba-  la práctica de las llamadas PERMANENCIAS. Las familias pagaban una cuota cada mes (con descuentos para los hermanos), sus niños repasaban materias y hacían allí los deberes, mientras las madres trabajadoras contaban con una hora más de chiquillos atendidos. Puedo asegurar que los maestros se sacaban así casi otro sueldo. Más de veinte años duró esa práctica, alegal más que ilegal. Otra razón para la huida hacia poblaciones catalanas era la comodidad. Desde Foz tenían que acudir mis padres, cada quince o veinte días, a los Centros de Colaboración Pedagógica, que el inspector presidía en Alcorisa. Por increíble que hoy nos parezca, tomaban una bolsa con papeles y algún bocadillo, emprendían el Camino de La Solana y andando. Suerte tenías si algún conocido, allá en la carretera general, te llevaba en su coche o en su camión hasta aquella cabecera de subcomarca, la Alcorisa del Guadalopillo y de la muy esbelta torre mudéjar. Nada de eso se les exigía en Badalona, en Sabadell o en Terrassa. Así que, en 1.959, realizaron mis padres la mudanza; en un camión calandino, cuyo dueño me lo recordó recientemente. (Tres años después, dos terribles inundaciones diezmaron la población, incluidos algunos vecinos de mis padres, en Terrassa). Allí nadie -ni el ayuntamiento, ni la diputación, ni la Inspección de Enseñanza- les prohibió dar y cobrar esos repasos, esas permanencias. Mayor prosperidad económica, sin duda. Aunque mi abuela Carmen, fallecida unos meses antes y a sabiendas de que iban a trasladarse, les advirtió muy seria con esta frase, digna de un sabio chino o griego: “Vais a cambiar oro por cobre”. Después de las recientes votaciones autonómicas me he acordado, casi con lágrimas, de mi sensata abuela.

No quisiera acabar mi artículo, más sentimental quizá que científico o histórico, sin añadir dos cosillas. Una, que acompaño estos párrafos con un par de fotografías de los años de posguerra: profesor y alumnos, maestra y alumnas, retratados en la Replaceta que había entre la escuela y la parroquia de Foz. Dos, y que me lo corroboren los focinos muy ancianos (nonagenarios y centenarios), que cuando mi padre llegó al pueblo, hablo del curso 1.944-45, los zagales, solo los varones, en el recreo, “jugaban a tirarse bolazos, es decir, pedradas”, al grito de ¡Rojos! y de ¡Fascistas! Mi buen padre, a las primeras de cambio, convoca una reunión de padres y les suelta, más o menos, estas parrafadas: “Yo sé que este pueblo, en la guerra y en los años siguientes, ha sufrido mucho, muchísimo. No ignoro que hay familias que tienen parientes exiliados en Francia. Comprendo que existen, entre algunas familias, “cuentas pendientes”, claras injusticias, violencias muy difíciles de olvidar. Pero, por favor, arréglenlo ustedes, los adultos, como mejor puedan: denuncias, jueces, insultos o lo que sea. Ahora bien, a mis chicos, a estos alumnos, que no les llegue ni un grano de arena de todo eso. Los niños de mi escuela no son ni rojos ni azules, ni franquistas ni republicanos: son niños que deben aprender a crecer en libertad, en compañerismo, con cultura y buenas costumbres. Así que, por favor, que no me entere yo que ninguna de vuestras familias azuza enemistades o echa más leña al fuego”.Mano de santo. Se acabaron, en los recreos, las batallas campales con gritos políticos. Por supuesto, siguió habiendo peleas de chiquillos, juegos brutos (Churro, mediamanga y mangotero. Los osos y los saltadores, etc.), pero volvió la necesaria paz. Por algo mi padre era, por un lado, católico sin hipocresías; por otro, ex escribiente de la “109 Brigada Mixta” del ejército republicano, allá por tierras extremeñas, como tantos otros reclutas del Bajo Aragón.

EL MAESTRO en los AÑOS 50. 1
Luisa Vallés Celma, en la escuela de niñas. Foz, 1.946. El rubiales sentado, de apenas dos años es Francisco Buja Vallés.

En Zaragoza, en Cornellà, en Alcañiz incluso, se fue desdibujando la figura ancestral, casi patriarcal, del maestro de pueblo. Llegó la EGB, cada alumno tenía varios profesores en cada nivel, hasta los chicos de pequeños pueblos eran llevados en autocar a las cabeceras de comarca… Pero mi artículo quiere fijarse, con añoranza y con matices agridulces, en aquellas maestras, en aquellos profesores de pueblo y de aldea que reunían, casi todos, unas cualidades y valores preciosos:

a) Eran (salvo excepciones) un REFERENTE, para los alumnos y para la población.

b) La psicología profunda nos dice que respondían a una imago paterna o materna.

c) Con frecuencia, por su conducta familiar y civil, representaban un poder de PARADIGMA, de ejemplo a imitar.

d) Desde este año 2021, en que tanto impera en Occidente la fobia hacia todo lo que sea autoridad (incluso, la ganada a pulso, con sabiduría y ética), déjenme reivindicar, a pesar de sus sombras y de sus matices grises, la entrañable figura de la maestra, del maestro rural.

No caigamos en lo que un sociólogo americano ha titulado, en un grueso volumen, la sociedad Fatherless, las sociedades “sin padre”o sea, donde queremos que sobren: el padre, el juez, el policía, el alcalde, el rey, el obispo… y hasta el Señor, al que un joven se acercó llamándole, ¡precisamente!, Maestro bueno.


He dicho que acabaría con dos detalles, pero ahora recuerdo un tercero. Mi padre, mientras ejerció en Aragón, solo cobraba su sueldo y la garrafa de aceite con que le pagaba una almazara, por llevarles la contabilidad. Pero trabajaba y colaboraba en cantidad de asuntos pueblerinos más: asesoraba a la Hermandad de Labradores; escribía y traducía cartas en francés, de los consulados de Toulouse, Carcassone o Béziers; ensayaba cantos para la visita del obispo o de otras personalidades; ensayos de teatro (más mi madre que él), en la Casa Grande, para recaudar dinero, con las comedias, para una pierna ortopédica o para el retablo de la parroquia; acompañaba a “las fuerzas vivas” en las fiestas de San Antón, o en los concursos agrícolas del día de San isidro, etc

¡Honor a nuestros sabios y esforzados maestros! Como mis padres, como esos nombres que desde mi infancia acuden a mi memoria: doña Laura, doña Prima Ballestero, don Emiliano, el padre del futbolista Mancho, las monjas de la calandina calle Hospital, etc., etc.

EL MAESTRO en los AÑOS 50. 2
Francisco Buj Pastor y sus alumnos de Foz-Calanda – Sentado delante de su padre Paco Buj Vallés. En la primera fila a la extrema izquierdasu hermano Antonio Buj Vallés.

Paco  BUJ  VALLÉS   /   Febrero de 2.021


Impactos: 80

Grupo de Estudios Calandinos